Según una antigua ley, cada año, en esta fecha, el más alto magistrado en ejercicio debía clavar un clavo en el templo de Júpiter Capitolino. Esta costumbre, que tal vez nació para contar el transcurso de los años, fue utilizada posteriormente para combatir las epidemias, en la creencia de que el mal quedaba aprisionado por el clavo.


domingo, 10 de julio de 2011

"La Religión de los Fuertes"

¡Oh, tú que exaltas la lucha sin fin, aunque sea sin
esperanza, únete a lo que es eterno! Lo único que existe es lo
eterno; lo demás no es más que sombra y humo. Ningún
individuo, hombre o bestia, ningún grupo de individuos, ningún
pueblo merece que te inquietes por él en sí; cada uno de ellos, por
el contrario, en tanto que reflejen lo eterno, merecen que te
consagres a ellos hasta el límite de tu capacidad. Todos los seres y
grupos naturales de seres reflejan lo eterno más o menos. Lo
reflejan en la medida que se aproximen, en todos los planos, al
arquetipo de su especie; en la medida en que lo representen de
una manera viva. Quienes no representan más que sí mismos,
aunque sean de los que hacen o deshacen la historia y cuyos
nombres relumbran a lo lejos, no son más que sombra y humo.
Tú que exaltas la imagen del peñasco solitario expuesto a
todos los asaltos del océano —batido por los vientos, batido por
las olas, golpeado por el rayo y las tempestades, siempre cubierto
de furiosa espuma, pero siempre enhiesto, milenio tras milenio—;
tú que querrías poder identificarte con los hermanos en la fe, con
el símbolo tangible de los fuertes, hasta el punto de exclamar:
“¡Somos nosotros! ¡Soy yo!”, libérate de estas dos mortales
supersticiones: de la búsqueda del “bienestar” y de la inquietud
por la “humanidad” -o guárdate de caer en ellas si los dioses te
han dado el privilegio de ser desde tu niñez puro y libre.
El bienestar -que, para ellos consiste en su expansión
natural, sin obstáculos; en no tener hambre, ni sed, ni frío, ni
demasiado calor; en poder vivir libremente la vida para la que han
sido hechos; y en ocasiones, para algunos de entre ellos, también
en ser amados-, debería ser otorgado a los seres vivos que no
poseen el don de la palabra, padre del pensamiento. Es una
compensación que les es debida. Contribuye con todo tu poder a
asegurársela. Ayuda a la bestia y al árbol, -y defiéndelos contra el
hombre egoísta y cobarde.
Da una brazada de hierba al caballo o al asno extenuado,
un balde de agua al búfalo que se muere de sed, uncido como está
desde el despertar del día a la pesada carreta, bajo el cielo ardiente
de los trópicos; da una caricia amistosa a la bestia de carga,
cualquiera que sea, a la que su amo trata como si fuera una cosa;
alimenta al perro o al gato abandonado que vagabundea en la
ciudad hostil o indiferente, no encontrando jamás un amo; coloca
para él un plato de leche en el borde del camino, y acaríciale con
la mano si te lo permite. Lleva la verde rama, arrancada y arrojada
a la polvareda, a tu casa, a fin de que nadie la aplaste, y ponla en
un vaso de agua; está viva y también tiene derecho a tus cuidados.
No tiene otra cosa que la vida silenciosa.
Ayúdales a gozar de la vida. Vivir es para todos los seres a
los que la palabra no ha sido dada, la forma de estar en armonía
con lo eterno. Y vivir, para estas criaturas, es la felicidad.
Pero los que poseen el don de la palabra, padre del
pensamiento, y, entre ellos, los fuertes sobre todo, tienen otra
cosa que hacer que buscar ser “felices”. Su tarea suprema consiste
en reencontrar esta armonía, ese acuerdo con lo eterno del cual la
palabra parece haberles privado; consiste en ocupar su lugar en el
concierto universal de los seres vivientes con todo el
enriquecimiento, con todo el conocimiento que la palabra puede
aportarles o ayudarles a adquirir; consiste en vivir, como los seres
que no hablan, según las leyes santas que rigen la existencia de las
razas, pero, en su caso, consciente y voluntariamente. El placer o
el desagrado, la felicidad o la inquietud del individuo no cuentan.
El bienestar —más allá del minimum que necesita cada uno para
cumplir su tarea—, no cuenta. Sólo cuenta una tarea: la búsqueda
de lo esencial, de lo eterno, a través de la vida y del pensamiento.
Únete a lo esencial, a lo eterno. Y no te preocupes jamás
de la felicidad (ni de la tuya ni de la de los demás); cumple tu
tarea, y ayuda a los otros a cumplir la suya, siempre que la de ellos
no contradiga a la tuya.
Aquel que posee el don de la palabra, padre del
pensamiento, y que, lejos de ponerla al servicio de lo esencial, la
derrocha en satisfacciones personales; el que posee la técnica,
fruto del pensamiento, y la utiliza sobre todo para acrecentar su
bienestar y el de otros hombres, antes que para la tarea mayor, es
indigno de estos privilegios. Él no vale lo que los seres bellos y
silenciosos, el animal, el árbol, los cuales sí siguen su vía. Quien se
sirve de los poderes que le confiere la palabra y el pensamiento
para matar y para hacer sufrir a los bellos seres que no hablan,
por su propio bienestar o el de otros hombres; quien se sirve de
los privilegios de ser hombre contra la naturaleza viviente, peca
contra la madre universal —contra la vida— y contra el orden,
que exige el principio de “nobleza, obliga”. Quien así actúa no es
uno de los fuertes; no es un aristócrata en el sentido profundo del
término, sino un mezquino, un egoísta y un cobarde que repugna
a la elite natural.
Toda sociedad, toda “civilización” que obra con la misma
aspiración hacia el bienestar humano ante todo, al bienestar o a la
“felicidad” humana no importa a qué precio, está marcada por el
sello de las potencias inferiores, enemigas del orden cósmico en el
juego sin fin de las fuerzas. Es una civilización de la Edad Oscura.
Si estás obligado a sufrirla, súfrela oponiéndote sin cesar,
denunciándola, combatiéndola en cada instante de tu vida.
Hónrate apresurando su final —o al menos coopera con tu poder
de acción natural de las fuerzas que la conducen a su final.
Porque ella está maldita. Es la fealdad y la cobardía organizadas.
Rechaza no solamente la superstición de la “felicidad”, si
alguna vez te ha seducido, sino también opónte a la superstición
del “hombre”. Guárdate de la actitud, tan vana como necia, de
tratar de “amar a todos los hombres” simplemente porque sean
hombres. Y si esta actitud jamás ha sido la tuya, si desde la
infancia, has sido inmune a la propaganda de los devotos de “la
humanidad”, da gracias a los dioses inmortales a los cuales debes
esta sabiduría innata. Nada te prohibe, ciertamente, tender la
mano a un hombre que necesita socorro, aunque él esté
desprovisto de todo valor. Los fuertes son generosos. Pero en tal
caso, ayúdale por ser carne viviente, no por ser hombre. Y si se
trata de elegir entre este hombre sin valor y una criatura privada
del don de hablar, pero más cerca del arquetipo de su especie que
dicho hombre respecto del hombre ideal, es decir, del hombre
superior, da tu preferencia y tu solicitud a la criatura, pues es, más
que dicho hombre sin valía, una obra de arte del eterno artista.

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